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Columna
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Guantánamo

Rosa Montero

A fines de mayo empezarán los juicios de los detenidos en Guantánamo. Son 280 hombres y llevan seis años encerrados allí de manera totalmente irregular, pero todos nos las hemos apañado para olvidarnos de ellos. No les favorece el hecho de ser unos detenidos antipáticos; presunciones de inocencia aparte, es probable que muchos sean feroces integristas y asesinos fanáticos. Pero están presos sin juicio y sin haber podido defenderse y, lo que es peor, 200 de ellos llevan todos estos años en celdas aisladas, sin luz natural, sin poder hablar con la familia y sin recibir visitas. Las condiciones y la soledad son tan brutales que se están volviendo locos, o eso dicen sus abogados defensores, que, por cierto, son abogados militares del Ejército de Estados Unidos. En resumen, nos estamos comiendo a los caníbales.

Hace unos días, el profesor Gustavo Pellón, un conocido hispanista de la Universidad de Virginia (EE UU), me contó que el término campo de concentración es un invento español. Viene de los campos de reconcentración que el mallorquín Valeriano Weyler, capitán general de Cuba, mandó habilitar en la isla en 1895 durante la sublevación independentista de Martí. La idea era internar a la población civil para evitar que ayudaran a los alzados, pero la intendencia fue catastrófica. El hambre y las enfermedades mataron a decenas de miles de personas, la mayoría mujeres y niños (hay fotos atroces que parecen de Auschwitz en http://www.historyofcuba.com/gallery/gal10.htm ).

Los británicos se apresuraron a copiar el invento en 1899 contra los bóers en Suráfrica y lo llamaron concentration camps; y luego este hilo semántico de la indignidad pasó a los nazis como konzentrationslager. Ahora, 100 años después y de nuevo en Cuba, Guantánamo vuelve a ofrecer un modelo de prisión indecente. Y nadie protesta.

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