Homenaje

A los suicidas. A los niños suicidas, a los adolescentes suicidas, a las amas de casa suicidas, a los contables suicidas, a los ministros del Interior suicidas, a las taquilleras suicidas, a los ancianos suicidas, a los terapeutas suicidas, a los biólogos suicidas, a las monjas suicidas, a los forenses suicidas, a los entomólogos suicidas, a los diáconos suicidas, a los tuertos suicidas, a los insomnes suicidas, a las princesas suicidas, a los cobradores de autobús suicidas, a los enterradores suicidas, a los novelistas suicidas (a los poetas suicidas, no; no haber sido poetas), a los radioyentes suicidas, a los vendedores de flores de plástico suicidas, a los arcángeles suicidas, a los trapecistas suicidas, a las comadronas suicidas, a los agrimensores suicidas, a los correctores de pruebas suicidas...
Pero especialmente a los suicidas rotos. Al que le falló la pistola en el cuarto de baño, por ejemplo, y regresó al salón y se sentó junto a su esposa como si viniera de lavarse las manos y continuó atento al telediario e hizo los comentarios de siempre y se tomó antes de acostarse la infusión de valeriana de todos los días. Al que durante la cena de los sábados, con los amigos del ático, pidió excusas para ir al lavabo y se asomó a la terraza y ya estaba a punto de arrojarse cuando su móvil vibró dentro del bolsillo arrancándole del estado de concentración preciso para largarse de este mundo. Al que adquirió en la ferretería una manguera del diámetro del tubo de escape de su coche y se fue al campo y la conectó y la metió por la ventanilla y cerró los ojos dispuesto a expirar, pero se despertó vivo a media tarde porque el coche se había calado antes de emitir las dosis recomendadas de CO2.
A los muertos vivientes, en fin, estas líneas para compensarles del mal trato que reciben en las películas de zombis.
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