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Jean Rostand ha muerto

Jean Rostand había nacido en -la misma ciudad de París, donde ha finalizado sus días. Era un 30 de octubre de 1894. Su padre, un célebre escritor, Gerard Rostand, nacido en 1868 y muerto en 1918, había escrito Les Romanesques el año en que nació Jean y tres año después, la que sería su obra más conocida, Cyrano de Bergerac. La madre del biólogo falecido era también poeta e intérprete, de poesía, miembro durante muchos años del jurado para el Premio Témina. Pero los padres de Jean Rostand no fueron los únicos enamorados de la literatura en su familia. Un hermano del biólogo, Francois Rostand, nacido en 189 1, adquirió también gran celebridad en el campo literario, como autor de El proceso de Oscar Wilde (1935) y Cateherine Empereur (1937),Forzado por razones de salud, la familia del pequeño Jean, buscando un clima más benigno que el de París, se trasladó a Cambo-les-Bains, en el sur de Francia donde éste paso su juventud. Urgido por su padre al estudio, él mismo cuenta que «cuando los niños están en la edad de aprender sus primeras fábulas, yo leía el Origen de las Especies, de Darwin».

Pero no solamente era la inquietud científica, esa curiosidad investigadora que anima a todos los adolescentes, la que impulsaba a Jean Rostand. Junto a ella, aprendida en su familia, la ilusión literaria también contaba. El la describe así: «Yo soñaba entonces, naturalmente, en escribir. A la edad de trece años comencé a escribir algunas sentencias que me condujeron a escribir La Ley de los ricos.» Compaginando sus ilusiones literarias con las científicas, consiguió un pequeño laboratorio donde se dedicaba a observar todo ser viviente que encontraba. En su centro escolar, a los catorce años, se decía que Jean Rostand pertenecía a una familia en la que «los más apreciados talentos y cualidades son algo común y corriente». A los quince años, su interés por la vida polariza su actividad desde nada menos que «resolver los misterios de la vida».

Acaba sus estudios medios. Estudia en la facultad de Ciencias de la Sorbona. Sirve en el ejército, entre los años 1915 y 1918, en los laboratorios de vacunación. Cuando acaba la guerra, se presentan en su horizonte vital, según narra él mismo, tres opciones: «la acción política, la ciencia, o, simplemente, vivir la vida».» Pero no abandona sus inquietudes literarias. Tras La ley de los ricos (1919), escribe Pendant qu'on souffre, Ignace ou Pecrivain (1923), Deux angoisses: la mort, Pamour (1924), Valere, ou l´exapére (1927), Julien ou une conscience (1928).

En 1922 se instala en una casa con un gran jardín, lugar que él describiría como confluencia de «mucha oscuridad, mucho silencio y mucha simplicidad ».

Metido de lleno en la actividad científica, participó a fondo en la ciencia de los orígenes de la vida y el hombre, desde los naturalistas decimonónicos hasta los biólogos microcelulares, aunque juzgaba a estos últimos como «demasiado intelectuales y secos». La razón de este juicio no podía ser otra sino la profunda unidad que él había logrado en su existencia entre la dimensión artística y sensible del hombre y la vocación investigadora. En palabras suyas «es inaceptable la separación del hombre de ciencias del hombre simplemente».

Esa casa de oscuridad, silencio y simplicidad, que ya no abandonaría desde los cincuenta años, fue el marco que presenció lo más fecundo de su producción científica. Allí tenía instalado su laboratorio, atalaya de su observación de los seres vivientes, descritos en más de ochenta obras publicadas: La partenogénesis de los vertebrados, La genética de los batracios..., junto a otras obras de divulgación científica y de filosofiía de la vida: La vida y sus problemas, Las grandes corrientes de la Biología, Historia del hombre, Lo que creo, Inquietudes de un biólogo...

El núcleo de su trabajo en el campo de la investigación biológica radica en el estudio de la partenogénesis artificial -reproducción mediante huevos fertilizantes químicamente- en millarés de. ranas y sapos. «En mis ranas -decía- yo veo el universo entero.» Trabajando químicamente con esos huevos, Rostand logró técnicas de reproducción artificial.

Su investigación adquiere así una tremenda proyección en la ciencia del futuro que permitirá, sin duda, determinar las diferencias hereditarias y el desarrollo posterior de los seres humanos. ¿Podrán algún día las sociedades, los dirigentes de las instituciones familiares, políticas, religiosas, etcétera, influir de tal modo en el futuro de los seres aún no nacidos, que sea posible configurar su existencia? ¿Podrán ser definidos los rasgos físicos y sicológicos de los que van a nacer? A Jean Rostand le inquieta esta posibilidad. El filósofo se resiste ante el científico. cuando consideraba con preocupación las consecuencias filosóficas y morales de su trabajo.

El futuro descrito por él mismo en un artículo publicado en agosto de 1952: Biology and the Burden oj Our Times aparece teñido de optimismo científico, más fuerte que el temor. «Hay una serie de consecuencias inevitables en la evolución de la Biología.» Se refiere así a lo que espera al hombre: la prolongación de la vida, la determinación del sexo de los que van a nacer, la procreación virginal, y lo que él llama «terapia del espíritu ».

«Nos queda sólo un paso -asegura Jean Rostand- para lograr descubrir las hormonas y sustancias que permitirán hacer a las personas más inteligentes, más inclinadas a hacer el bien a los demás o atacarles... ¿Cuál podría ser entonces el mérito de virtudes conseguidas artificialmente por procedimientos químicos?».

La duda, sin embargo, no conduce al abandono en la aventura científica. El conocimiento siempre es bueno. No hay po-r qué temerlo: «Todo aumento en el conocimiento -dice Rostand, resumiendo quizá con estas palabras su vida de científico y humanista- y en las capacidades humanas complica la vida moral, porqueños impone la duda de elegir: entre aplicar lo que sabemos o abstenernos de ello. »

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