Juan Palomo

En los muelles de Puerto Príncipe, miles de desesperados abarrotan los ferrys con la esperanza de volver a sus regiones de origen. Pies de fotos y voces en off hablan del masivo movimiento migratorio que despobló las zonas agrícolas de Haití en dirección a la capital. No suelen contar que, en 1995, el FMI obligó a su Gobierno a bajar el arancel a las importaciones de arroz, del 35% hasta el 3%. Ni que las subvenciones del Gobierno norteamericano permiten que el arroz producido en Arkansas sea más barato en Haití que el cultivado en el propio país. Ni que, por tanto, tres cuartas partes del alimento básico en la dieta de los haitianos, es importado.
Sería interesante saber cuántas toneladas de ayuda y equipos de emergencia ha enviado a Puerto Príncipe Riceland Foods, la cooperativa agrícola de Arkansas que se ha hecho de oro a costa de arruinar a los antes mínimamente prósperos agricultores locales, para obligarles a emigrar a la ciudad que acaba de caérseles encima. Es posible que sus beneficios le hayan permitido una inversión mayor que las de las ONG que denuncian sus prácticas en nombre del comercio justo.
Así se cerraría un círculo vicioso que siembra día a día, grano a grano, en Haití y muchos otros países pobres, una destrucción de magnitudes comparables a las que produce un terremoto de grado 7.
Ahora, mientras Estados Unidos se afana en dominar la carrera del prestigio humanitario, sería el momento de preguntarle a los líderes mundiales que posan con gesto desolado ante las cámaras, si cabría una ayuda mejor, más generosa y eficaz para Haití, que devolverle el derecho a proteger su agricultura, imponiendo un arancel elevado sobre las importaciones de arroz. Esa iniciativa, destinada al fracaso, aparejaría el éxito de enseñarnos la verdadera cara de la solidaridad internacional. Y me temo que sería espantosa.
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