Justicia

Hace muy poco, en el 2001, Argentina era un país desahuciado. Si en Europa hoy hablamos de crisis, lo que vivió ese país fue una joda total. Millones de familias perdieron los ahorros. Los viejos que entregaron sus pensiones a fondos privados, animados por los loros del neoliberalismo mágico, se encontraron de repente en la indigencia. La pasta de los más ricos, avisados, emigró como las golondrinas. Los barrios del Gran Buenos Aires se autoorganizaron para dar de comer en ollas populares. Hoy Argentina levanta algo más que la cabeza, pese al mangoneo de una oligarquía prepotente, bendecida por una curia pendiente de exorcismo. Trazos cavernícolas que se prestan, sí, a un paralelismo con la España del Último Día. Sería recomendable que unos y otros viesen Tatuaje, donde se lleva a la escena la vida de Miguel de Molina, el cantor torturado por esbirros de Franco y que encontró refugio en América, con la ayuda de Evita. Por cierto, pocos países en el mundo tienen el pulso cultural que hoy tiene Argentina, donde también se está escribiendo el mejor periodismo literario. Agarren, si pueden, Frutos extraños, de Leila Guerriero, y Si me querés, quereme transa, el último de Cristian Alarcón. En el renacer después de la ruina, algo habrá tenido que ver la presidenta Cristina Fernández, denostada por la derecha como una bruja. Pocos países en el mundo de hoy han avanzado tanto en el campo de los derechos humanos. No he llegado a esta conclusión por birlibirloque. Lo pienso al salir de un juzgado en Comodoro Py, donde he podido asistir, como un ciudadano cualquiera, al juicio a la plana mayor de la ESMA, el centro de la Armada que la dictadura convirtió en un matadero. Y me ratifico al leer la resolución de la Cámara Federal, que se dispone a investigar el genocidio franquista si no lo hace la Justicia española. Gracias, Argentina.
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