_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Mágico

Una de las cosas más molestas que tiene la realidad es su cualidad recalcitrante. Por mucho que nos pongamos voluntaristas y divinos, por más que nos hinchemos de un buenismo optimista tipo boy scout, la realidad sigue erre que erre haciendo de las suyas. Por ejemplo: los antiabortistas, desde los radicales en diversos grados de ferocidad (como esa chica que ha decidido llenar España de muñequitos de goma representando fetos) hasta los moderados y sensatos con quienes comparto la desolación ante el aborto, creen que si se prohibiera abortar se erradicaría semejante práctica. Y eso es un error descomunal. Recuerdo los años del franquismo, por ejemplo, con el aborto prohibido: las hijas de los ricos prohibicionistas abortaban en Londres y la española media se desangraba en una mesa de cocina tras pasar por las manos de algún carnicero. La prohibición no acaba con el problema, como se ha demostrado en todos los países; lo único que impone es más dolor, desigualdad social, bárbaras prácticas médicas y unas cuantas muertes a consecuencia de los destrozos. Aunque quizá a los antiabortistas radicales les parezca que la defunción de las mujeres es un adecuado castigo de Dios por ser tan malas.

Y lo mismo sucede con la prostitución. Claro que hay crueles mafias que hay que perseguir. Claro que la trata de blancas es una atrocidad. Pero la prohibición no sólo no soluciona todo eso, sino que coloca a las mujeres en una mayor indefensión. Tanto el aborto como la prostitución son asuntos complejos de manejo difícil; pero creer siquiera por un momento que la prohibición servirá de algo es una mentecatez muy peligrosa, un pensamiento mágico alejado por completo de lo real. Sólo reconociendo la realidad y regulándola podemos intentar cambiarla poco a poco, lograr menos abortos y menos mafias.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_