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Columna
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Manos sucias

Hace ahora tres años, durante una cacería en Tejas, el vicepresidente Dick Cheney confundió a un abogado con una codorniz. El herido tuvo que ser hospitalizado por la descarga de perdigones, y el aguerrido Cheney, verdadero hombre fuerte de la era Bush, se convirtió de repente en una bruta caricatura. En un show se le representaba gritando, después del chupinazo: "¿Alguien más opina que la intercepción de comunicaciones por parte del Gobierno es ilegal?". Muchos recordaron en España un incidente algo parecido, cuando al señor Fraga, siendo ministro de Información de Franco, se le disparó el arma y alcanzó a la hija del dictador en el trasero. Existía entonces aquella magnífica y tan perseguida revista satírica llamada La Codorniz, y aunque no quiero ser demasiado retorcido en la intención, tal vez la figura de ese pájaro díscolo con alegres alas de imprenta se atravesó en la mente del animoso cazador cuando con involuntaria vehemencia acribilló el prestigioso nalgatorio. Estas casualidades adquieren con el tiempo un significado simbólico. En el caso de Cheney, empezó a resquebrajarse la invención de las "armas de destrucción masiva" justo cuando confundió al abogado con la codorniz o viceversa. Urdido sin base real, asumido por los grandes medios de comunicación, creído casi al cien por cien por la opinión pública occidental, ese cuento de miedo justificó la ocupación y la guerra en Irak, con un aterrador coste en vidas humanas, y con la excitación belicosa extendida en gran parte del mundo islámico. Después de las elecciones USA, y del descrédito moral e intelectual de la facción neocon, que tanto ha cegado a la derecha americana y europea, pensaba que Cheney se abriría camino en el ensayo humorístico, al estilo de Aznar. Pero no. Reaparece revindicando el "lado oscuro", allí donde la tortura es a la política lo que el milagro a la teología. Sí, señores. El mundo ha estado ocho años en estas sucias manos.

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