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Columna
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Matisse

Las mujeres de Matisse dan la sensación de que se lo están pasando siempre muy bien. El pintor las imaginaba dormidas o recostadas en un diván, desperezándose voluptuosamente, en un interior cargado de colores calientes con el mar en la ventana. La exposición de Matisse en el Thyssen incluye su etapa de Niza, de 1917 a 1941, el periodo de entreguerras en que Europa quedó bajo los escombros y se preparaba para otra gran hecatombe. En esa misma época Picasso tuvo una tentación grecolatina con mujeres redondas casi marmóreas, pero pronto dejó a un lado la serenidad y comenzó a destrozarles el rostro como si el pincel fuera una garra de acero que después del violento zarpazo las dejara la mandíbula en la frente y un ojo en el cogote.

La distinta forma de adentrarse plásticamente en la figura de la mujer era otra vertiente de la rivalidad personal que se estableció por primera vez entre los dos artistas en el estudio de Gertrude Stein en París. Cuando Picasso llegó allí en 1905 descubrió que el salón de esta coleccionista judía lo presidía un cuadro de Matisse de gran formato, titulado La alegría de vivir, donde unas mujeres desnudas se refocilaban de placer en una escena campestre. Picasso no cesó de conspirar contra ese cuadro hasta conseguir que madame Stein se deshiciera de él y colgara en su lugar Las señoritas de Avignon, que son las pupilas de un prostíbulo de Barcelona. En el rostro de una de esas prostitutas comenzó el cubismo mediante un hachazo con que Picasso le partió la cara después de haber observado el ídolo africano que le mostró Matisse. Estos dos artistas abrieron el compás de siglo XX. Picasso fue el dueño de las formas destructivas. Matisse se apropió del color sensual y lo ofreció entero a sus mujeres para reconstruirlas. Las habitaciones que dan al mar en la costa de Niza se hallan tamizadas por visillos inflados por la brisa. El frutero de la mesa expande un aroma que se une al que despiden los muebles y la veta salobre que llega del mar. Los colores carnales del aire se concentran en el cuerpo de las mujeres. Matisse las amaba. En cambio, puede que Picasso enloqueciera al contemplar este amor y decidiera romperlo dejando entrar al Minotauro para que las violara a todas con sus ciegas embestidas.

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