Mayo 68

Para el poeta Eliot era abril el mes más cruel, pero no hay ningún mes más odiado por los aburridos del mundo que mayo del 68. Odiado por los poderes imperiales, pues fue entonces cuando los jóvenes de EE UU se rebelaron contra el horror bélico en Vietnam. Odiado por los estalinistas, que cavaron la fosa de su otro imperio cuando aplastaron con tanques la Primavera de Praga. Odiado por los franquistas: ese mes brotaron miles de desmandados en los campus españoles. A ese mayo, que se expandió cuando la policía puso brutalmente en estado de sitio el Barrio Latino, Sarkozy ha prometido enterrarlo. Toda estrategia de campaña requiere un enemigo simbólico que el público identifique como auténtico. Sarkozy no podía ser grosero con la dama rival. Al contrario, su gesto más espectacular ha sido el presentarse como un caballero protector universal de las mujeres maltratadas, ofreciendo Francia como tierra de amparo. Paradójico: también la igualdad de géneros es una siembra de mayo del 68. Si tarda tanto en crecer es porque mayo del 68 fue ya enterrado en junio del 68. ¿Por qué, entonces, Sarkozy sacude el espectro para volver a enterrarlo? Para apoyarle, en un mitin central, apareció uno de los hijos de mayo, el filósofo André Glucksmann, que ahora reniega de aquel mes del Pecado. Lo que Sarkozy ofrecía a su público era un sacrificio ritual, personalizado en el compungido filósofo. Podemos imaginar al difunto Guy Debord, autor de La sociedad del espectáculo, padre situacionista de mayo del 68, escupiendo a la pantalla, divertido de asco. Glucksmann no valdría ni un duro si fuera hijo del aburrimiento. Pero no, había sido bautizado en mayo. Vapulear a mayo es la forma de golpear a Royal. Porque mayo, por mucho que se entierre, es la manzana prohibida. Y hay en Ségolène un coraje de Eva. Sarkozy me recuerda al personaje de un relato de Marcial Suárez, a la vez acomodador de cine y sepulturero. Como acomodador, nuestro Sarkozy fue durante un tiempo un tipo simpático, hasta que una pequeña gamberrada de los chavales del gallinero lo convirtió en intratable guardián del orden. De su orden. No dejaba pasar una y el local se fue vaciando. Hasta que llegó el día en que el único espectador gritó en voz alta: "¡Has convertido el cine en otro cementerio!".
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