Memoria

Imaginen una pistola contra una nuca. El dedo que se apoya en el gatillo pertenece a un hombre sucio, mal alimentado, peor vestido. La nuca, a una cabeza aún adolescente, el pelo corto, la piel limpia, sonrosada. El hombre sucio, un resistente antifascista europeo, aprieta el gatillo para que el hombre limpio, un soldado alemán de reemplazo, muera en el acto. Si alguna vez hubieran visto esta escena, habrían visto un asesinato a sangre fría. Precisamente por eso, y aunque la resistencia no hacía prisioneros, nunca jamás la han visto. Y nunca jamás la verán.
Las democracias europeas que fueron nuestro modelo en la Transición se asentaron sobre la convicción de que la resistencia armada contra el fascismo había sido una causa necesaria, y reivindicaron con orgullo la herencia de quienes dieron la vida por la libertad de su pueblo, sin mirar cuántos errores cometieron. Paradójicamente, España, el único país de Europa que se levantó en armas contra el fascismo, es la excepción a esta regla y, por tanto, la única democracia occidental edificada en el aire, sin cimientos ni raíces, al no haber reivindicado nunca, de manera oficial, su propia tradición antifascista.
Yo creo que ésta es la verdadera trascendencia del auto del juez Garzón, más allá de las cifras, de las fosas, del dolor o la alegría de los nietos de quienes murieron por una causa tan grande que en ella caben todas las libertades, todos los derechos que gozamos ahora todos los españoles, de izquierdas o de derechas. El PP debería meditar muy detenidamente sobre las consecuencias morales y políticas de su solapado apoyo a una sanguinaria dictadura militar. Porque, a lo mejor, Garzón sólo ha dado el primer paso. A lo mejor, un día de éstos hasta nos convertimos en un país democrático normal, de los que saben honrar a sus héroes y maldecir a sus enemigos. Ojalá.
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