Moral

La crisis que vivimos no es solo económica. También es moral. A esta afirmación de los firmantes de la carta de bienvenida a Benedicto XVI, añadiría yo otro adjetivo, aritmética, si no estuviera tan de acuerdo con ellos. Pero el ejercicio de prestidigitación mental imprescindible para aceptar que el número de desempleados esté hoy en las cifras más bajas desde junio de 1997, aunque haya 417.479 parados más que hace un año, me inquieta menos que los términos de aquella misiva.
Que los bancos que impusieron a los Estados la obligación de rescatarlos con dinero público, los chantajeen ahora con el mismo descaro, para obtener más beneficios bajo la amenaza de provocar una quiebra inminente, es, desde luego, inmoral. Que tantos empresarios aprovechen la coyuntura para limpiar sus plantillas de engorrosos empleados indefinidos y sustituirlos por trabajadores en prácticas, no lo es menos. Que los políticos declaren su respeto por el derecho a la huelga, mientras imponen servicios mínimos del 75%, es otra conducta inmoral, ni más ni menos que evadir capitales, promover redes corruptas, enriquecerse gracias a ellas, o incentivar el pánico de los inversores -toda una inmoralidad en sí mismos- para mejorar las expectativas electorales, y eso no es lo peor. Detrás de los números hay personas. Ignorarlas es la mayor inmoralidad de cuantas se cometen todos los días.
Sin embargo, ninguna de estas prácticas parece preocupar a quienes reducen, una vez más, la salud moral de la sociedad española al ámbito genital, decorosamente maquillado bajo el término relativismo. El Bien, la Verdad y la Belleza, proclaman, son términos absolutos, y absolutamente suyos. Esto es más grave que los números del paro. Porque la crisis económica terminará algún día, pero su actitud seguirá dificultando la convivencia por los siglos de los siglos. Amén.
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