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Columna
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Morir

En 1981, cuando el terrorista del IRA Bobby Sands, que cumplía 14 años de condena en una cárcel británica, se dejó morir tras 66 días de huelga de hambre, escribí en un artículo que su fin no me parecía heroico, sino un resultado del fanatismo; que quien estaba dispuesto a dar su vida por una ideología, también estaba dispuesto a arrebatársela a los demás, y que no había ni una sola idea que mereciera la muerte de una persona. Ahora encuentro mis palabras demasiado tajantes; con el tiempo he ido aprendiendo a matizar y, aunque sigo pensando que ningún credo justifica un solo asesinato, he comprendido que en la tragedia de dejarse morir caben infinidad de circunstancias. De hecho, Sands no se inmoló por su ideología, sino pidiendo básicos derechos carcelarios.

Hoy volvemos a estar pendientes de otra huelga de hambre y Aminetu Haidar, con ardiente corazón de hierro, va cubriendo paso a paso el dramático camino hacia la muerte. Pero en realidad no es ella quien ha escogido esta salida extrema, sino que la hemos forzado. Durante 33 años los saharauis han peleado con tesón y entereza sin recurrir al terrorismo, mientras Marruecos se burlaba de las resoluciones de la ONU y la comunidad internacional, con España a la cabeza, no hacía nada por ayudarles. Ahora, la posible muerte de Haidar ha puesto por primera vez su causa en primera página y en la agenda de los líderes mundiales; lo que no han conseguido jamás los saharauis con sus justas reivindicaciones y sus reclamaciones civilizadas, lo ha logrado el horror de una lenta inmolación. ¿Cómo nos atrevemos a pedirle a Aminetu que deje la huelga, si durante 30 años le hemos demostrado que sólo funcionan las vías violentas? En el caso de Haidar, es sólo una violencia contra sí misma. Pero veremos qué pasa con los jóvenes saharauis si permitimos que ella muera.

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