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Columna
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Mucho morro

Manuel Rivas

En el conservadurismo democrático, la imagen de un conservador estaba asociada a la de caballero y patriota. El político era un gentleman. Ese ejemplo de Churchill que se comía los arrebatos para tener "una dieta equilibrada". Lo último que haría este personaje sería vejar a una dama adversaria en público o azuzar odios territoriales. De acuerdo con este modelo, el conservadurismo hispano debería saludar como de alto interés patriótico la integración del arisco nacionalismo vasco. Si ese acuerdo supone el traspaso de competencias contempladas en el constitucional Estatuto de Gernika, no solo parece una correspondencia razonable, sino que pone en evidencia que algo de razón tenían los vascos con su "victimismo". No eran ellos los que incumplían la ley, sino un Gobierno central que substraía lo pactado. Cuando el señor Aznar, en su primer mandato, entregó una resma de transferencias pendientes al señor Arzallus, después de un suculento yantar, el pacto fue celebrado con júbilo gástrico por la misma opinión conservadora que ahora se indigesta con el entendimiento entre Zapatero y el PNV. Hay que tener una coherencia en los principios gastronómicos. Pero aquí la derecha pasa en un santiamén de la Guía Michelin al manifiesto antropófago. No se puede ser caballero a tiempo parcial. O se es o no se es. El vejamen a la ministra Leire Pajín por parte del alcalde de Valladolid no es un hecho aislado. Los que todavía tienen oídos y oyen, pueden constatar la destrucción sistemática que han sufrido las adversarias políticas por parte de los antropófagos de la caverna. Un continuo maltrato de palabra, un acoso en efigie, que afecta al primer baluarte del honor: tu rostro, tu cuerpo, tu imagen. A falta de ideas, esta derecha practica la cetrería chismosa, fijando su objetivo de depredación verbal en las damas que no le son dóciles. Hay que ir aclarándose, señores. O caballeros y patriotas. O fanfarrones psicóticos.

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