Nadie

No somos nadie, dice el refrán funerario por antonomasia. La actualidad, no mucho menos fúnebre, me confirma que yo, votante de IU en las últimas elecciones, no solo no soy nadie, sino apenas algo, una brizna, un ápice, una deleznable dosis de ínfima materia, en comparación con los votantes de CiU o del PNV. Supongo, sin embargo, que en momentos como este, es posible que hasta quienes se inclinan siempre por los grandes partidos, dediquen un instante a reflexionar sobre la paradójica relación del todo con las partes que decide hoy, como otras veces, el destino inmediato de todos nosotros.
Los partidos nacionalistas, aquellos que se dirigen a una pequeña parte de la población, y elaboran programas, y defienden los intereses de una región concreta por encima del bienestar general, acaban decidiendo la suerte de todos gracias a una ley electoral que blinda el bipartidismo, discriminando abiertamente al resto de los partidos nacionales. La misma ley que desprecia 963.040 votos, entre ellos el mío, es la responsable de que ahora mismo, el PNV, con menos de la tercera parte de votantes -303.346 si Google no miente- y el triple de escaños, tenga la llave de la estabilidad política de España entera.
No se alarmen, no voy a caer en la ingenuidad de reclamar una reforma de la ley. ¿Para qué, si los grandes partidos jamás van a impulsarla? Pero me gustaría recordar que el sistema electoral, al igual que el modelo territorial, proviene de los acuerdos de nuestra modélica e intachable Transición. Aquellos polvos trajeron estos lodos y otros, como la composición del Tribunal Constitucional, la situación de la enseñanza pública, los abucheos del 12 de octubre o las relaciones con la Iglesia, que siguen llenando a diario portadas de periódicos. Por eso, quizás haya llegado la hora de preguntarse de qué somos un modelo exactamente.
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