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Columna
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Náufragos

El viernes pasado, una mina arrancó la pierna de un chico saharaui cuando, con otras 2.500 personas, intentaba hacer una cadena humana frente al muro marroquí que divide en dos el Sáhara. Esta noticia, más o menos llamativa, encontró cierto espacio informativo. Pero el larguísimo suplicio saharaui aparece cada vez menos en los medios. A mi ordenador llegan todas las semanas sobrios y angustiosos e-mails que denuncian lo que está sucediendo en el Sáhara. Son como mensajes lanzados al mar por un puñado de olvidados náufragos, botellas llenas de palabras que las olas abandonan en la orilla de nuestra indiferencia. Leo el último: habla de la situación crítica en la que se encuentran tres presos saharauis, en huelga de hambre desde el 13 de febrero. Son desesperadas peticiones de socorro que preferimos ignorar.

También hemos cerrado los ojos ante la insostenible situación de los campamentos. Llevan 33 años atrapados en un agujero infecto y han hecho el milagro de sobrevivir a pesar de las insoportables condiciones, pero el coste es enorme. Hasta ahora han apostado por la diplomacia, por la modernidad y la moderación, pero la comunidad internacional no está premiando su heroica elección de la vía pacífica. Y no hablo sólo de los Gobiernos: ojalá los saharauis recibieran de las organizaciones izquierdistas siquiera la mitad de la atención que recibe la causa palestina. Sin interlocutores, sin esperanzas, los jóvenes de los campamentos corren el riesgo de radicalizarse, de pasarse al integrismo y al terrorismo. Apoyando a los saharauis potenciaríamos el islam más tolerante, pero lo que estamos haciendo es justo lo contrario: es como decirles que, si no ponen bombas, no se les hace caso. Qué estúpidos, qué locos, qué suicidas somos los occidentales al no recoger las botellas mensajeras de estos náufragos.

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