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Columna
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Náufragos

Como debió de ocurrir cuando el naufragio del Titanic, lo sucedido al Costa Concordia refleja con extraordinaria justeza la principal característica de una época. En nuestro caso: el disparate. Produce verdadero espanto pensar que, ahora que las clases medias europeas han podido alcanzar hasta 17 pisos para hacerse a la mar, para gozar de unas merecidas vacaciones fuera de temporada, el mastodonte aparentemente a su servicio resulta tan frágil que puede encallar ante nuestras narices. El relato de los supervivientes evoca el horror y, al mismo tiempo, la paradoja: caerse al mar para ahogarse, con el agua de la piscina derramándose en el cogote. Es un símbolo extraordinario.

Ese saurio marino, herido y tumbado, absurdo, repleto de ascensores, es la ballena varada de nuestro entendimiento, la tortuga perdida de nuestros valores, el monstruo que se come los ahorros para el descanso de tres mil y pico de pasajeros, y que ni siquiera dispone de un capitán dotado del discernimiento necesario para navegar con seguridad ni de la decencia de permanecer en su puesto. El tío se dio a la fuga, como si fuera de Lehman Brothers.

Pienso en aquel episodio de la peli de los Monty Python, El sentido de la vida, cuando el edificio del banco se echaba a navegar, con sus empleados en pos de la libertad, y me parece que el Costa Concordia constituye también una metáfora, pero al revés: de cómo hemos sido engullidos. Frente al blanqueo producido por la presidencia mercantil de Monti, la realidad asoma tozudamente: estamos rodeados de canallas.

Me resulta difícil no pasar de las informaciones de esta tragedia -que tanto ha tenido de farsa, aunque su relato nos encoja el corazón- a las del juez Garzón, amarrado al banquillo por sus pares y por nuestros capitanes intrépidos, y no extraer conclusiones.

De mierda, hasta el cuello.

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