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Columna
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Novelas

En una de las primeras entrevistas que concedió como ministra de Cultura, Ángeles González-Sinde elogió la novela contemporánea como la manifestación cultural más prestigiosa, dentro y fuera de España. Sus palabras me impresionaron mucho. En este país, por no hablar de esta lengua, que quizás ha producido la tradición poética más brillante del mundo, los novelistas no estamos acostumbrados a ser importantes. Pero si la novela es la locomotora de la cultura española, es también el furgón de cola de las inversiones públicas.

En España, los escritores, y sus libros, pagan impuestos como el que más. La edición comercial no está subvencionada, las becas para la creación literaria son insignificantes, y las ayudas a la traducción, tan pobres y caprichosas que, aunque parezca mentira, muchas novelas recientes se traducen a otros idiomas con subvenciones exclusivamente locales. Todos los años, otros Gobiernos europeos consideran interesante que sus ciudadanos accedan a novelas españolas para cuya traducción el Gobierno español ha denegado cualquier ayuda.

Que se me entienda bien, porque no pretendo quejarme, sino explicar por qué soy partidaria de la subvención de la cultura. Hay que ser cínico, inconsciente, demagogo, o las tres cosas a la vez, para cuestionarla, cuando la cultura es lo que salva la imagen de España cada día, mientras el fiscal general insulta a la policía, y el director del Banco de España a la Seguridad Social, y Sarkozy ironiza sobre la inteligencia de Zapatero. Pero sería bueno que los responsables del cine español, en los pocos ratos que el llanto les deje libres, pensaran un poco en esto. Subvenciones por supuesto, pero ¿cómo, por qué, para quién y, sobre todo, a cambio de qué? Con mucha más exigencia, y mucho menos dinero, otras disciplinas, como la música o la danza, dan resultados espectaculares.

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