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Manzanita, entre la calidez del bolero y el desgarro del flamenco

Manzanita tiene ahora veinticinco años y está a punto de sacar su cuarto disco, con temas propios, un par de poemas de Bécquer -uno de ellos, Cuando la noche te envuelve, da título al elepé-, algo de música a secas y algo de bulerías. Fiel a sí mismo, como puede verse, aunque ya en un grado de profesionalidad muy alto. Manzanita, que se llama José Ortega Heredia y es gitano, puro, tiene previstos, además, tres recitales para el mes de mayo, en Bilbao, Barcelona y Madrid.

Lo suyo es una especie de cruce entre la calidez del cantante de boleros y el desgarro del cantaor flamenco. Y una voz de tierra apelmazada que se disuelve repentinamente cuando Manzanita, en el escenario, ondula con suavidad las caderas, lejos de la timidez que, en la vida, le hace permanecer callado mientras deja hablar a la mirada, con una breve pátina de hachís enturbiándole los ojos.Afirma que lo suyo es diferente, y no hace falta fijarse mucho para darle la razón. Lo de él sería, sobre todo, hablar directamente al sentimiento con sonidos no demasiado refinados pero de eficacia comprobada a través de los siglos: hablar de los amores que no se pueden tener, de los cuerpos que se hacen cenizas al tocarlos, de adioses y de vino. Cantares de la pena a los que da, al mismo tiempo, muchísima marcha en la música, porque este chico tiene ritmo casi desde que nació, desde que empezó a cantar y a resolverse en guitarra.

A los nueve años empezó a escuchar rock y a fumar canutos al mismo tiempo, y por eso se hizo cantante -que era su forma de hacerse hombre- muy deprisa, a, la manera gitana. Nacido en Madrid, aunque de padres andaluces, crecido en Málaga hasta los cinco. o seis años, sobrino de Manolo Caracol, no es, sin embargo, un ortodoxo del cante, y sí un defensor a ultranza de su propia peculiaridad. A esa edad del inicio en los canutos. acudía a los recitales de rock y trabajaba en los tablaos.

Formó parte de un grupo, Los Chorbos, integrado por otros chicos del barrio madrileño en que vivía, Caño Roto. Era un conjunto que copiaba la música funky, y que, a su vez, influyó mucho en otros grupos flamencos, como Los Chichos.

De Enrique Morente, a quien acompañó luego a la guitarra, como a otros, tomó las aficiones literarias, aunque en esto de la poesía se queda muchísimo con Bécquer, que le encabrita la cuerda romántica. "Creo que muchos de mis pensamientos ya los tuvo él antes que yo".

Los flamencólogos reniegan de él, molestos porque no observa la pureza, como si la pureza fuera algo ajeno a uno, como si consistiera en ser distinto, y por lo tanto infiel -y, por lo tanto, impuro- a lo que se es. El, naturalmente, está a favor de la heterodoxia, y sabe también que con su voz tiene que hacer exactamente lo que hace, darle la vuelta a todo, adaptarlo a, su manera, igual que José Feliciano imprime un balido personal a sus historias.

Musicalmente, por otra parte, se define como un investigador nato, un tipo que siempre está buscando en qué meterse, aunque haya cosas en las que no se mete, como la guitarra eléctrica, que no la toca porque no se puede tañer con los dedos, y él no ha cogido una púa en su vida,

Y, hablando de su vida, es uno de los pocos machistas que tienen el valor de confesarlo, lo cual no es poco. Salvajemente machista, diría una: "Que a mí no me gusta que mi mujer haga las cosas que me gusta que hagan las otras. La mujer en la cocina, fregando, y yo tomándome el café". Dice, asimismo, que los gitanos ya no están marginados, sino que se automarginan, y en eso se le ve la oreja del desclasado, del que ha conseguido emerger del subterráneo ganándose el favor de los payos y echa un tupido velo sobre la realidad que todavía yace debajo. Es, Manzanita, una manzanita sin veneno en el cesto de la raza blanca.

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