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Columna
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Occidente

Escribe Juan Goytisolo que la de Túnez es la primera revolución democrática de los países árabes. Supongo que no incluye a Irán en el recuento, dado que son persas y su idioma oficial es el farsi; pero de todas formas es un país islámico y en los colegios se aprende árabe. Y resulta que la revolución iraní de 1979 fue también contemplada como democrática en sus inicios, fue también aplaudida por Occidente, que consideraba que Jomeini no era más que un viejecito pintoresco e inofensivo, un mero símbolo de la resistencia contra el sah que pasaría a segundo plano cuando empezara la transición democrática. Pero luego el viejecito se puso a rebanar gaznates y a ahorcar gente y dejó de parecer tan divertido. Maldita la gracia que ha tenido la revolución iraní. Y con esto no pretendo criticar la revuelta tunecina, antes al contrario: lo que tengo es miedo de que toda esa esperanza se estropee. Túnez ha traído un maravilloso y necesario viento de renovación al mundo islámico, pero los cambios sociales son difíciles y las revoluciones contradictorias. Además, como decía el otro día El Houssine Majdoubi en un magnífico artículo, Occidente está jugando un papel nefasto en la modernización de los países árabes. Queremos exportar la democracia y fanfarroneamos de ser el mejor ejemplo de ese sistema. Pero la democracia es un régimen político que se basa en la firme aceptación de unas reglas del juego libremente asumidas. Es un sutil acuerdo de honor que solo es poderoso si se respeta. Y ¿cómo van a poder creer los árabes que la tan cacareada democracia tiene un sentido, si los Gobiernos occidentales apoyan a los peores dictadores del mundo islámico, negando con su ejemplo lo que predican? O los países industrializados consiguen superar su flagrante inmoralidad en política internacional, o nos encaminamos al desastre.

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