_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

'On the road'

Manuel Vicent

Cuando en 1964 hice mi primer viaje a San Francisco estaba en plena ebullición la novela On the road, de Jack Kerouac, de cuya publicación se cumple ahora el cincuenta aniversario. La estampida se había iniciado unos años antes desde Nueva York. Por todas las carreteras de California se veían jóvenes a bordo de cadillacs desvencijados o sacando el dedo en la cuneta, con vaqueros raídos, botas podridas, camisas abiertas de leñador y un saco de lona al hombro lleno de abalorios entre los que brillaba una navaja para fabricar amuletos de cuero o desollar iguanas. Parecía que el demonio había reventado a aquellos jóvenes por dentro. Cambiaban de oficio cada semana huyendo, dormían en el punto del camino donde les pillara el sueño y se apareaban bajo los olmos o en medio de campos de alfalfa o en los retretes mugrientos de las estaciones del ferrocarril. Su pensamiento consistía en caminar. Eran a la vez libres y descoyuntados, metidos en la tarea de improvisar su existencia, de estar en todas partes y en ninguna. Recién llegado de una España gris marengo y de maestros escolásticos con un forúnculo en el pescuezo quedé admirado ante la libertad que tenían estos jóvenes para inventarse a sí mismos todos los días a la salida del sol. Tal vez Dean Moriarty y Sal Paradise andaban caminando aún por San Francisco con las manos metidas en el bolsillo trasero del pantalón de aquellas chicas que iban descalzas por las aceras de Haight-Ashbury. De allí comenzó a salir el humo de marihuana que inundó el mundo. Había que hacer algo. Por mi parte regalé el reloj, me quité la corbata y me fui al sur, me tumbé en las praderas del campus de La Jolla y después llegué a Tijuana, donde me hice retratar con sombrero mexicano junto a un burro pintado de cebra y comía calaveras de chocolate. En aquella ciudad de frontera los cabarets de strip-tease, las farmacias y los bares no tenían puertas. Los beatniks pasaban por allí camino del golfo de Cortés para ver cómo se apareaban felizmente las ballenas aunque su vida agónica no era nada comparada con el fragor de la balacera que en Tijuana podía establecerse en cualquier esquina por una mala mirada. Llegó un día en que los beatniks dejaron de caminar. Algunos murieron y otros se hicieron burócratas. De las botas podridas de estos beatniks germinaron los hippies, pero fueron ellos los que convirtieron en filosofía, hace 50 años, esta locura en que se agita todavía el mundo: vivir consiste solo en huir detrás de un sueño hasta reventar.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_