Oposiciones

Érase un hombre que quería ser hombre. A donde iba repetía que era un hombre y si alguien lo ponía en duda se abría con violencia la camisa y mostraba los pelos del pecho y los tatuajes de los hombros, todo ello acompañado de amenazas dirigidas al resto de los hombres que, sin negarse a ser lo que les había tocado ser, llevaban esa condición con modestia. El hombre que quería ser hombre, y que había nacido, por ejemplo, en España, se empeñó luego en ser español, de modo que se pasaba el día dando vivas a ese país y amenazando con una pistola a todos los españoles que aun admitiendo que al haber nacido allí no les quedaba otro remedio que ser españoles, tampoco hacían de ello un oficio.
Para afirmar su españolidad el español español colgó una bandera de su balcón, al modo de los vascos vascos o de los belgas belgas o de los alemanes alemanes. Más tarde decidió que necesitaba una religión y se hizo católico porque era lo que predominaba en su familia. Ello le condujo a odiar a los homosexuales y a los mahometanos, por este orden. Podría haber odiado también a los negros y a los japoneses, o a los ingenieros y a los catedráticos de literatura comparada, pero prefirió especializarse para resultar más eficaz. Enseguida, y como una cosa lleva a otra, se vio en la necesidad de hacerse taurino o antitaurino, eligiendo la primera de las opciones, pues siendo ya hombre, español y católico, le pareció que lo lógico era que le gustaran los toros. Y llegó a amarlos de tal modo que José Tomás se convirtió no ya en su modelo de torero, sino en el de arquitecto, literato, pediatra, lingüista, cineasta, geógrafo e ingeniero de caminos. Le tocabas a José Tomás y sacaba la pistola de español y el odio de católico. Por fin, tras hacerse socio de un equipo de fútbol, se presentó a unas oposiciones a hombre y sacó el número uno.
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