Ovidi

A las seis de la mañana ha cantado hoy el primer mirlo de la temporada y a esa misma hora empezaba en la radio el inmundo fregado de cada día, pero en medio de los nombres de varios foragidos que ensucian la vida pública, ha llegado la noticia de la muerte de Ovidi Montllor, mi amigo, el ser más limpio, y por un momento he pensado que él ya formaba parte de todas las aves. Tal vez el mirlo que ahora suena en la ventana es el mismo que cantaba el año pasado; habrá invernado en alguna charca del sur, en algún lugar de mi niñez; o tal vez será uno de sus hijos, que había nacido en alguna de las acacias de esta calle. El mirlo me despertará cada madrugada durante toda la primavera y estará esperando en el mismo árbol hasta que yo regrese del mar en otoño, y para entonces la figura de Ovidi Montllor ya se habrá diluido, pero, sin duda, seguirá existiendo en la base de mí mismo como parte de la memoria que uno necesita beber para vivir con dignidad. Su recuerdo me lleva a mi pequeña patria: sonido de campanas, niños en la plazoleta, pianos amarillos, comercios antiguos, parejas lentísimas, esas cosas que él recitaba, el olor a gusanos de seda sobre las hojas de morera, los grillos en las noches de verano, las canciones que aún se oían en las verbenas ya vacías mientras el viento de tormenta se llevaba los papeles y el olor a polvo mojado que seguía al aguacero, el primer amor de la adolescencia. Canta ahora el primer mirlo de primavera sobre la peste de cada día. Ovidi Montllor ha muerto. No es cierto que todo esté podrido. En aquella nostalgia tejida de los versos él levantaba la ironía, la rebeldía del ser más puro. Luchó por la libertad. Era divertido. Se mantuvo limpio. Con él recuerdo mi pequeña patria. En las tardes de domingo volaban los palomos contra el cielo bruñido de pascua y llevaban las alas pintadas de rojo. Mañana volverá a cantar el mirlo al amanecer, y aunque todo parezca derruido, en algún lugar habrá un punto de belleza en que apoyarse, un fuerte perfume a hierba segada.
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