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Columna
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Plagios

Rosa Montero

Anda últimamente el personal bastante mosqueado con el asunto de los plagios y de la negritud literaria. Desde que explotó el misil Ana Rosa Quintana no han parado de reventar diversas pustulillas que nos están dejando el mundo de los libros hecho un desastre. La gente se pregunta, y con razón, si los escritores somos los verdaderos autores de aquello que publicamos. El plagio es una gorrinería intelectual que siempre ha existido, desde luego; pero lo habitual de la trasgresión no aligera el delito, de la misma manera que la abundancia de ladrones no convierte el robar en cosa buena.

Se diría, de todas formas, que ahora se plagia más que antes. Hace un mes estalló un curioso escándalo en la prestigiosa universidad norteamericana de Virginia (UVA). La UVA posee un famoso código de honor por el cual los estudiantes se comprometen a no copiar, pero hete aquí que un profesor de Físicas diseñó un programa de ordenador capaz de reconocer los plagios y analizó los 1.800 trabajos de fin de curso de sus alumnos. Descubrió que sesenta habían fusilado a otros sesenta y los culpables fueron expulsados. Dicen los que se dedican a la enseñanza que Internet ha multiplicado la posibilidad de la trampa al infinito. Incluso hay una página en español, www.elrincondelvago.com, en donde uno puede bajarse trabajos ajenos sobre todo tipo de materias.

Pero no se trata tan sólo de un problema de estudiantes, de académicos, de escritores. Tengo para mí que el plagio peor es el de las ideas generales, el pensamiento dogmático que rueda como una piedra por las calles, los lugares comunes que atocinan las neuronas. Estamos llenos de tópicos y repetimos las rancias ideas de los demás sin reflexionarlas lo más mínimo, y ese plagio miserable, tal vez el más dañino de todos, no es considerado delictivo. Einstein decía que, para ser un buen investigador, uno debía dedicar al menos media hora diaria a pensar al contrario que sus colegas. Me parece una espléndida gimnasia intelectual no sólo para ser un científico, sino para la modesta ambición de ser persona. Los plagios literarios, y la permisividad social que los acoge (todos los plagiarios siguen en sus puestos), se originan en la pereza que oxida nuestras mentes.

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