Procesionar

Ayer escuché varias veces el verbo procesionar en el telediario, que es un verbo que nació con la democracia y por la repentina necesidad que les entró a los Ayuntamientos de que en su jurisdicción se procesionara con tanto entusiasmo como en el pueblo de al lado. A esta revitalización de las procesiones contribuyó la izquierda en gran medida, debido al empeño de algunos políticos en situarse en la presidencia de dichas manifestaciones religiosas. Ya nadie parece acordarse de que, dejando a un lado las ciudades con una Semana Santa espectacular, las procesiones estaban en franca decadencia hasta que los políticos democráticos las convirtieron en manifestaciones culturales. Y los periodistas, obligados a retransmitir los pasos, se inventaron palabras técnicas para darle a su discurso el tonillo de experto en la materia: de ir en procesión los fieles pasaron a procesionar.
La nota de color de la información semanasantera en un telediario fue un reportaje sobre unos niños de unos cinco años, vestidos de costaleros, a los que sus mayores habían construido un trono a su medida, con su Virgen de cartón, para que comenzaran a ensayar lo que habrá de ser toda una experiencia en la vida, cultural o religiosa; eso queda, al parecer, al libre albedrío del individuo. Según la maestra que marcaba el paso de esta procesión liliputiense, procesionar no tenía nada que ver con la fe sino con las tradiciones populares. No sé yo si esa parte de la izquierda que reclama una sociedad laica estaría de acuerdo en que pasear una imagen religiosa por la calle es un acto cultural, y no sé si a la Iglesia le gusta la idea de que las procesiones no aumentan el número de fieles sino el de turistas. De cualquier manera, los niños todo lo embellecen y era imposible que aquellos críos que procesionaban con cara de susto no te despertaran una gran ternura.
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