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Columna
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Producto

Rosa Montero

Hete aquí que las bombas de racimo con las que Gadafi está machacando a los rebeldes son un producto nacional, bonitas bombas españolas que por lo que se ve funcionan muy bien, demostrando la eficiencia de nuestra industria. Se llaman de racimo porque están pensadas para abrirse en 21 cabezas explosivas antes de impactar, maximizando así la mutilación y la carnicería. Siempre me ha producido un acongojado asombro el trabajo de los diseñadores de armamento. Me los imagino encerrados en laboratorios impolutos o dibujando planos en despachos de ingeniería y gritando eureka, felicísimos, cuando se les ocurre la luminosa idea de, por ejemplo, dividir una bomba en otras bombitas, para así poder destripar al personal más y mejor. Cuando uno de estos inventores consigue un arma que mata mejor, ¿lo celebrará con champán, sabedor de que arrasará en el mercado?

¿Y qué decir de los implicados en el proceso de la fabricación y venta de algo así? Los directores técnicos y comerciales, los dueños de las empresas, los políticos que sellaron los papeles para la exportación. Ah, sí, claro, siempre hay argumentos: el problema no son las armas sino quienes las usan; en un mundo tan peligroso no podemos dejar de fabricar armas; en realidad las armas son sobre todo disuasorias... Y la excusa falaz definitiva: yo solo soy un mandado, si no lo hago yo lo hará otro, yo no puedo hacer nada... En 2008, España firmó la Convención Internacional contra este tipo de bombas y ya no se fabrican. Pero en ese mismo 2008 le vendimos los últimos racimillos a Gadafi. Hoy los medios de comunicación muestran a todo color el momento de entrega de nuestro producto, una muerte firmada por la empresa Instalaza, España, y resulta difícil escurrir el bulto de la responsabilidad. Espero que por lo menos algunos duerman mal unos días.

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