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Columna
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Recuerden

En cada nueva reaparición del señor Aznar me vienen a la mente dos películas. Una, sólo aplicable a este caso por, precisamente, el título, es el hitchcockiano Recuerda; la segunda viene a cuento por el título, Remember my name (1978, Alan Rudolph), y por la trama, que muestra a una despechada Geraldine Chaplin regresando al que fue su hogar y vengándose de su ex marido, casado con otra.

Primero Chile y ahora Londres, siempre a lomos de esa FAES que pagamos entre todos, ese nido de cerebros fríos y neoconservadores. En sus actuaciones, nuestro incansable Josemari representa como nadie el apogeo de la ceniza que un país puede alcanzar en democracia, la miseria moral. Enriquecido y pimpante, cejijunto (qué sino tenemos con las cejas de los gobernantes), prístino en su oscurantismo. Cuanto es humano en el mejor sentido le es ajeno. Cuanto sirve para afianzar los intereses de la clase que representa -la derecha arribista, ultramontana, zafia y sin complejos-, le vale. ¿A quién puede extrañarle que el Partido Popular se pase por la entrepierna el asunto Gürtel, que aplauda a sus corruptos y que sus líderes mientan y calumnien sin medida, con desfachatez? Su paladín -que en su primera campaña electoral se dejó fotografiar para este periódico disfrazado de Cid Campeador, azote de herejes- tenía a Rupert Murdoch escondido en la guantera del coche, para ordeñarlo en cuanto dejara el cargo de presidente.

La izquierda comete idioteces y además las dice. Su peor estupidez, histórica, es su tendencia a la división o al acorazamiento, o a ambos; su lejanía de la realidad cuando está en el poder, sus promesas incumplidas, su patosidad y su optimismo a destiempo. Víctima de los tiempos, además, prescinde de sus mayores. Es nuestra, y nos duelen sus fallos.

Pero recuerden al que echamos, y recuerden su nombre.

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