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Columna
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Réquiem

Manuel Rivas

Era noche espesa y Ángel González detuvo el auto ante un semáforo en verde. Un patrullero de Nuevo México lo llevó detenido. Él explicó ante el sheriff sureño que se había parado en nombre de la humanidad. El jefe ordenó su ingreso en el calabozo. ¿Qué clase de tipo podía ser ese barbudo quijotesco que se detenía en verde para evitar atropellos? En la celda había quince chicanos con los que cantó y recitó poemas. El sheriff se acercó a las rejas y los mandó callar. Todos fueron saliendo en libertad, salvo Ángel. Y el último en marchar le confió: "Doctor, ¿qué hace usted aquí, intentando civilizar a estos pendejos?".

Ángel siempre se dedicó a civilizar, sabiendo que la naturaleza era extraña. De niño, en la posguerra, vio que una patata cocida se movía en el plato. Pensó que era un episodio del realismo mágico hasta que descubrió que la llevaba en el lomo una cucaracha. Mataron a su hermano cuando era niño rojo, aunque él amaba una muchacha de calcetines blancos. Y en aquellas fechas un antiguo conocido, ufano con los correajes fascistas, le colocó una pistola en el pecho: "Mataremos a toda tu estirpe". Nosotros también intentamos matarlo. Lo llevamos a un acantilado, en el faro de Hércules, como extra en una película. Y él acudió generoso. Era agosto. Buen mes para los crímenes de antaño. Pero ocurrió algo imprevisible. Cuando llegó la hora de fusilarlo, se levantó un temporal no pronosticado. Toda la noche se encrespó furiosa la mar y no hubo forma de abatir al poeta. Dos noches lo intentaron, dos noches el océano lo impidió. Por eso no me creo lo que cuentan los periódicos desde la capital. Esa noticia de que se ha muerto Ángel González. Y si finalmente se confirma, proclamo lo que Antón Tovar cuando tropezó con el entierro de un niño: ¡No estoy de acuerdo!

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