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Columna
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Revolución

Estoy en Uruguay, un pequeño país austral de tres millones de habitantes en donde acaban de realizar un silencioso milagro: hace cosa de un mes entregaron los últimos ordenadores XO a los últimos niños del país. El prodigio (ellos lo llaman Plan Ceibal) empezó a finales de 2006, cuando decidieron adquirir los portátiles de Negroponte, esas máquinas buenas y baratas concebidas para facilitar el acceso a la tecnología informática en todo el planeta. Son unos cacharros geniales de color blanco y verde pistacho, resistentes y gomosos, unos chismes con pinta de juguete, perfectos para acabar en manos de chicos de ocho años.

Porque eso es lo que ha sucedido: han entregado un portátil a cada uno de los niños de primaria de las escuelas públicas. En total, casi 400.000. Un gigantesco esfuerzo, porque no se trata sólo de darles las máquinas: además hay que diseñar los contenidos, hacer llegar Internet hasta la más remota escuela del pueblo más pequeño, educar a los maestros (muchos de ellos ajenos al mundo cibernauta), cambiar los cursos para aprovechar los recursos de la Red, crear un eficaz servicio técnico para arreglar estropicios. Todo eso, esa pequeña y tenaz labor de hormigas, supone en realidad un cambio gigantesco. Hoy hasta los niños más pobres de los rincones más olvidados de Uruguay van todos a la escuela agarrados a su XO. Cada portátil lleva un chip con el nombre del crío, para poder hacer un seguimiento e impedir su reventa: si una familia tiene nueve hijos, cada uno de los nueve recibe su ordenador. Y los chavales regresan a la escuela por su cuenta después de las horas de clase, para seguir conectados a Internet. No creo que pueda haber ahora mismo una medida más útil en el mundo para fomentar la cultura y el desarrollo, para acabar con la exclusión social, para crear futuro. Hoy las verdaderas revoluciones se hacen así.

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