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Columna
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Sáhara

Los profetas de la antigüedad se retiraban al desierto durante cuarenta días, obligados por una llamada interior, para preparar el mensaje de salvación que debían dar al pueblo. Entre un sol fiero e inmisericorde y la arena llameante, estos redentores ponían el cerebro a cocer y mientras duraba esa cocción se alimentaban de raíces y de saltamontes. En medio del sol y la arena, elementos puros, se hallaba la verdad absoluta, es decir, la nada, pero ese vacío se convertía en un carro de fuego que los arrebataba hacia las esferas para dejarlos caer desde lo más alto con un látigo en la mano en el atrio del templo. Al desierto también iban los anacoretas sin otra misión que la de laminarse el espíritu hasta que su carne se hacía transparente. No buscaban otra ventaja, salvo que a veces un cuervo les traía una torta en el pico y unas mujeres desnudas bailaban para ellos en el espejismo de las dunas. Sin ser profeta, ni anacoreta ni siquiera esteta he viajado hasta el fondo del desierto de Sáhara. Bajo un sol criminal que amenazaba con reducir mi cuerpo a un pequeño charco de manteca, he llegado hasta el campamento de Dajla donde se hallan varados en la arena los refugiados saharauis como restos de un naufragio político en la más absoluta miseria. Siempre he odiado el turismo sociológico. Tampoco me gustan esos intelectuales famosos que se presentan en un lugar peligroso del planeta, se hacen la foto sobre los escombros de un bombardeo y se vuelven a casa para tomarse un güisqui en el Palace. Durante el festival de cine en el Sáhara, con la conciencia puesta a macerar, he dormido en una alfombra bajo las estrellas, he contemplado la luna llena en el perfil de las dunas, he compartido con una familia saharaui la austeridad de unos alimentos beduinos en una jaima, he visto alacranes correr con la cola erguida y dispuesta, he sabido que la arena posee una belleza extrema cuando se convierte en una llama. No quiero dar ningún testimonio. En cualquier desierto hay dos caminos: uno lleva a la estética y otro a la moral. En el fondo del Sáhara ambas sensaciones del espíritu se funden con el destino agónico de estas gentes, que no tienen otra oferta, otra dádiva que la de resistir. Allí el tiempo es la misma cosa que la arena.

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