Secretos

Cuando llamábamos a la familia del pueblo había que hablar en clave, o no entrar en asuntos delicados, porque las llamadas se hacían a través de centralita y, aunque la relación con la telefonista fuera estupenda, incluso familiar, nadie podía creer que alguien que tuviera acceso a escuchar un chisme no se aprovechara de ello. A mí me enamoraba ese cuartillo en el que solo cabía aquel mueble enorme de madera, noble como un órgano, en el que había más orificios y clavijas que vecinos con teléfono. Poco se parecía la vieja telefonista a las de las películas americanas. Recuerdo a aquella mujer de luto, yendo y viniendo de la cocina, con un bocado en la boca mientras contestaba por el precursor del manos libres. Yo me imaginaba a mí misma vestida como una telefonista de película, labios y uñas pintadas, metiendo, sacando clavijas, conteniendo la respiración para no delatar mi escucha. Oficios amados por los niños: acomodador, telefonista, cobrador de autobús. Oficios que a los ojos infantiles contenían misterio y autoridad. El mundo dio un giro y los hizo innecesarios. La telefonista desapareció. El oficio murió con la persona y al irse la intermediaria vivimos un largo tiempo creyendo en la privacidad telefónica. Más tarde supusimos, ilusos, que las palabras desaparecían en el ciberespacio, que los correos electrónicos se destruirían al borrarlos; ignorábamos el hábito de reenviar correos privados, no pensamos que habría una policía tecnológica o hackers que rastrearían el espacio como los cazafantasmas. En tiempos en que la palabra "privacidad" es una de las que más brillan en la información todos somos espiados. Hasta los diplomáticos espías lo son. Tal vez debieran volver a escribir mensajes en papel y luego comérselos, como veíamos en las películas de espionaje. O levantar la ceja. O hablar al oído. Lo clásico, que nunca falla.
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