_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Seductor

Manuel Vicent

En el momento oportuno cumplí con todos los ritos de la modernidad. En Nueva York acudí regularmente al hotel Carlyle los lunes por la noche para sorprender a Woody Allen tocando el clarinete con sus amigos de la New Orleans Jazz Band. El camarero de turno siempre me decía: "Lo siento, señor, tiene usted mala suerte, Woody esta noche tampoco vendrá". Mi decepción se vio compensada al saber que en ese hotel de lujo, situado en el upper east side, en su tiempo entraba Marilyn Monroe por la puerta lateral para verse con John Kennedy, ambos enmascarados. En Nueva York me extasiaba ante los escaparates de las tiendas de vitaminas, cruzaba a pie el puente de Brooklyn hasta el River Café para tomar un martini al atardecer frente al Sky Line mientras sonaban las oscuras sirenas de las gabarras. Ser neurótico, estar flaco, usar gafas de pasta, llevar pantalones de pana marrones y camisa a cuadros bajo un jersey abierto muy ancho, caminar con zapatones por Central Park con una botella de agua mineral y una manzana, devorar ensaladas de apio en el Soho y soltar intelectualidades alrededor de una escultura abstracta en una galería de Chelsea acompañado de una chica con gafitas redondas, era la línea del horizonte que había que alcanzar para ser un seductor. De pronto un día se produjo el desencanto más allá de la ideología. Se trataba de la caída del mito que durante una época alimentó mi imaginación. Me había parecido maravilloso que Woody Allen fuera invisible, hipocondriaco, un animal psicoanalítico y que dijera aquello de que el cerebro era su segundo órgano favorito. Las cosas comenzaron a torcerse cuando vino a España y se mostró públicamente partidario de la tortilla de patatas. El asunto fue enseguida a peor. Resulta que Woody Allen, en Oviedo, comía fabada con tocino, morcilla y chorizo y no le sentaba mal. Empecé a sospechar. La tortilla de patatas y la fabada son manjares fabulosos, por supuesto. Pero algo no encaja, me dije. Hay que elegir. Una de dos: tortilla de patatas o clarinete, fabada o psicoanálisis, porque ambas cosas a la vez son incompatibles. Se acabó la seducción. El gen español es siempre dominante y destruye cualquier clase de glamour allí donde se encuentre.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_