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Columna
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Semántica

Soy escritora y vivo de mis derechos de autor. Con ellos, puedo comprar comida y ropa, pagar la hipoteca, la factura de la luz, el teléfono. Gracias a ellos, sobre todo, puedo escribir. Si desaparecieran, tendría que buscarme otro empleo, porque los escritores no damos conciertos. Mi única alternativa sería dormir menos y escribir por las noches, o los fines de semana, a ratos sueltos. Es decir, volver a los oscuros tiempos en los que la escritura no era un oficio, sino un sacrificio.

Por eso me ha sorprendido mucho la alusión a derechos fundamentales que figura en el manifiesto de los internautas. De entrada, supuse que sus autores no se referirían al derecho a la cultura, porque antes de Internet nadie saqueaba videoclubes, tiendas de discos, librerías o cines. Al leerlo con atención, comprobé, en efecto, que los derechos citados son otros, privacidad, seguridad, presunción de inocencia y libertad de expresión.

Los derechos de autor, afirman, no pueden ponerse por encima de todos ellos. Tal y como está redactado este punto, no me queda más remedio que darles la razón. Mientras Zapatero se asusta y afirma que no se va a cerrar ninguna web, yo estoy dispuesta incluso a reconocer que es ingenioso. Tramposo, artero y falaz, pero brillante. Quizás haga falta recordar que los derechos de autor no son universales y carecen de cualquier rango, fundamental o insignificante. Derecho es una palabra polisémica, que en este contexto designa una retribución económica de carácter irregular, pero esencialmente equivalente al sueldo de quien trabaja por cuenta ajena, puesto que asegura la subsistencia de quien la percibe. Habría sido menos brillante, pero más honrado, oponer el derecho de los trabajadores a cobrar por su trabajo a los citados más arriba. Lo contrario se llama explotación, y no tiene nada que ver con la semántica.

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