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Columna
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Suerte, Cuba

Observo sin asombro nuestra reducida -mejor dicho, inexistente- capacidad para asombrarnos. Si hace 10 años, incluso cinco, hubiera caído bajo nuestras narices un titular sobre la reconversión del régimen cubano a los mandamientos del mercado como el que está apareciendo estos días, parte del personal habría saltado de júbilo pensando que era un regalo de Reyes, y otra parte se habría apresurado a consultar el calendario creyendo hallarse otra vez en pleno Día de los Inocentes. Otra parte habría creído que se trataba de una insidia propagada por la CIA.

Sin embargo, aquí estamos, dispuestos a asistir a la brutal transformación de la economía subvencionista cubana en capitalismo competitivo, todo ello sin que mejoren las libertades, y a golpe de decreto. Si a Zapatero las bases se le rebelan por no haber cumplido aquella promesa de que el poder no le iba a cambiar, imaginen cómo debe de sentirse el funcionariado cubano, respetable segmento de la población -en el sentido de número también: con 1.300.000 personas angustiadas y sus familias se pueden hacer muchas cosas- que ahora, sin que existan los fundamentos previos, va a tener que ponerse a trabajar en la iniciativa privada. Es de esperar que el enorme espíritu de improvisación de los cubanos les ayude en este trance, pero es de temer que una vez más se sientan solos, desamparados, observados con lupa y amenazados con cualquier otra probable y novedosa decisión a cargo de la autoridad incompetente.

A quienes habría que despedir es a los integrantes del régimen castrista. Aunque solo sea por incompetentes. El castrismo es una isla dentro de una isla, un destructor de espejos, una casposa podadora de inteligencias. Si ni siquiera saben actuar organizadamente, como la China comunista. Claro que esta ya apuntaba maneras cuando le colocaba a Cuba sus impresentables dentífricos y bicicletas.

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