Testamento

En España, donde la aversión a hablar de dinero lleva incluso a los trabajadores a no atreverse a preguntar por las condiciones económicas de un contrato y a los jefes a considerar a quien pregunta un descarado, siempre se pensó que testar era cosa de ricos. Entre ese rechazo a hablar de lo económico y el miedo a la muerte, muchos han fallecido dejando en herencia un lío considerable. Hay que hacer testamento, lo dicen abogados y asesores fiscales: es un favor que se les hace a los descendientes. Habría que añadir que es también el mejor favor que te puedes hacer a ti mismo. Lo pienso mientras leo, indignada y conmovida, la desgraciada historia de Eluana, la mujer italiana que perdió su voluntad siendo joven y que ha sido mantenida sin conciencia durante 17 años. Lo rumio mientras leo las palabras de su padre, Beppino Englaro, un ejemplo de coraje, de amor paterno y de ciudadanía, porque nadie mejor que él ha explicado por qué no está dispuesto a discutir con la Iglesia católica sobre una decisión que toma en un Estado laico.
Es curioso cómo la ideología ultraconservadora, tan contraria a los procedimientos contra natura, sea furiosamente partidaria de mantener a las personas padeciendo artificialmente, sin permitirles eso que reza su propia religión: descansar en paz. ¿Lo harían ellos así con sus propios hijos? ¿O ese brutal empeño sólo es para el resto de la población? Porque las autoridades eclesiásticas, expertas siempre en predicar la contención, sexual o material, lo han sido también (como sabemos) en saltarse sus propias reglas a hurtadillas. Hay que dejar por escrito esa última voluntad, la más legítima: que nadie te humille despojándote de tu condición humana, no vaya a ser que un patán convierta la salvación de tu alma en un asunto de Estado. Que se salven entre ellos, si es que tanto les gusta.
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