Torrijas

Las del número 13 de Mesón de Paredes eran exquisitas, y tan famosas que los dueños del local presumen de que allí se acuñó la acepción más peculiar del término. ¿De dónde vienes?, preguntaban las madrileñas a sus maridos hace un siglo. De ahí, de la taberna de Antonio Sánchez, contestaban ellos mientras subían las escaleras apestando a vino, ¿o es que un hombre no puede tomarse una torrija? Cogerse una torrija pasó a ser sinónimo de emborracharse, y tener una torrija encima define desde entonces el embotamiento propio de la resaca. Así, un dulce que los pobres inventaron para aprovechar el pan de la víspera, alcanzó por sus propios méritos la aristocracia del lenguaje.
La semana pasada, mientras hacía torrijas con la receta que mi madre aprendió de mi abuela, la televisión emitía un reportaje sobre las revolucionarias innovaciones que los últimos chefs, esa nueva aristocracia, habían aportado a la fórmula original. Entre noticia y noticia de la crisis, vi torrijas de bizcocho, rellenas de crema, de trufa, hechas al horno y bañadas en almíbares insospechados, con aromas de mango o maracuyá. Yo seguía con lo mío, leche con azúcar, canela en rama y la cáscara de un humilde limón, y mientras me preguntaba por qué no inventarían postres nuevos, en lugar de desgraciar uno que funciona admirablemente desde hace cinco siglos, encontré una respuesta que no buscaba.
La España de las vacas gordas, el paraíso de los nuevos ricos en chalés adosados, fue el país que olvidó que las torrijas se hacen para aprovechar el pan duro. El desprecio de esa receta de pobres, arrumbada junto con otras antiguallas como los principios y la ideología, nos ha desembarcado en el centro del desierto que atravesamos. La nueva miseria desprende aroma de maracuyá, pero la torrija que tenemos encima no la mejora ni el chef más audaz de la posmodernidad.
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