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Columna
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Tóxico

Rosa Montero

Estos días tengo la sensación de que la realidad es un espejo hecho añicos. En los países industrializados vivimos una existencia tan protegida que nos olvidamos de la absoluta fragilidad de las cosas; pero basta con que la Tierra se sacuda (y no es más que un pequeño planeta en las afueras de una galaxia cualquiera) para que volvamos a tomar conciencia de nuestra condición de pulgas, qué digo, de microbios pataleantes e inermes. Japón demuestra que ni la hipertecnología ni un elevado nivel de desarrollo convierten al ser humano en dueño de su destino. La aterradora crisis nuclear provocada por el terremoto es un clamoroso desmentido de nuestras pretensiones de amos del mundo. Somos microbios ignorantes jugando con fuerzas infinitamente más poderosas que nosotros.

En Onkalo, Finlandia, se está construyendo el almacén de residuos nucleares más grande del mundo. El proyecto empezó en 2001 y los trabajos no acabarán hasta 2100. Es un inmenso silo subterráneo concebido para durar 100.000 años, que es el tiempo que tardan los residuos nucleares en dejar de ser dañinos. ¡Qué megalomaniaca locura! Nuestra especie solo tiene 50.000 años. ¿Cómo podemos aspirar a construir algo tan inhumanamente perdurable? ¿Y cómo nos las arreglaremos para advertir a los posibles habitantes del planeta, dentro de milenios, de lo peligroso que es ese lugar? Si se encuentran con algo tan cerrado y tan defendido, ¿no se empeñarán justamente en entrar, destapando así la mortífera caja de Pandora? Preocupados por la futura seguridad del sitio, los diseñadores de Onkalo piensan que lo mejor es crear un mito alrededor, convertirlo en un lugar sagrado que infunda miedo. Estamos haciendo las cosas tan mal que, cuando nuestra civilización desaparezca, dejaremos de legado el tóxico sepulcro de un dios radiactivo.

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