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Columna
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El Valle

Posiblemente es cosa de la edad -algunas viejas nos volvemos muy radicales- pero tengo una solución perfecta para el Valle de los Caídos: volarlo. Dado que los caídos están bajo tierra, ¿qué mal habría en organizar una implosión controlada para que, en la superficie, los ángeles guerreros y exterminadores y las dolorosas mitad monje-mitad soldado se convirtieran en polvo?

He aquí algo a lo que podría dedicarse el ingenioso Gobierno saliente en sus horas libres, hasta que el presidente Mariano saque de la sombra a su gabinete y asuma el cargo, o viceversa. Una sana voladura pública dejaría, al menos, un buen recuerdo en gran parte de la población. Tendría que ser una cosa rápida y limpia, realizada a la luz del día, a ser posible en un día con mucha luz. Un mensaje claro a la población: aquí lo tenéis, décadas de oscurantismo y opresión, mareas de sufrimiento encarnadas en la más infame categoría del granito, a tomar por saco en un santiamén. De inmediato, y antes de la toma de posesión del entrante, se replantan árboles y arbustos y céspedes y flores a troche y moche, y se colocan lápidas a los seres queridos, eligiendo cada cual como buenamente pueda. No sea que lleguen los de Valencia y pidan una recalificación.

Sobre las tumbas de Franco y de José Antonio se disponen simples jaulas, con un par de carteles: "Nunca más" y "Prohibida la peregrinación y el culto a este par de pájaros. Nostálgicos, a la Almudena".

Si quieren que los españoles nos reconciliemos, que sea en un prado, y que sea después de haber pulverizado los símbolos del horror, y de haber dejado bien claro, para los tiempos venideros, quién lo produjo.

El Valle de los Caídos es una ofensa estética que encarna perfectamente la infamia de la que venimos.

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