_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Vergüenza ajena

Algunas imágenes no se borran nunca. Nunca he dejado de ver a un señor muy sonriente, que servía batidos ante un mostrador abarrotado de niños muy rubios, en una heladería-caravana de esquinas oblongas. La televisión llegó tarde a España, los extraterrestres también. Yo ya tenía ocho años cuando vi a aquel camarero levantarse su bonete blanco, para mostrarle a otro marciano el tercer ojo que tenía sobre la frente. Aquella noche no pude dormir. Del miedo también me acuerdo.

Ha sido una de las sintonías de mi generación, la de aquellos niños que, antes de ver a un hombre pisando la Luna -¡ah!, pero, entonces... ¿vosotros os lo habéis creído?, nos preguntó mi abuelo al día siguiente-, aprendimos que los extraterrestres eran malos malísimos en telefilmes que nos doblaban la edad. Luego, cuando cumplimos 20 años, se volvieron buenos, y nos emocionamos al mirar unos cuerpos verdes y deformes, algunos alargados, erizados de tentáculos, otros viscosos, rechonchos, que albergaban un espíritu semejante al nuestro. Unos desgraciados, capaces de sufrir, de amar, de sentir lealtad, gratitud, alegría y pena. ¿Cómo no íbamos a quererlos? Cuando estábamos en lo mejor, llegaron los científicos y dijeron que nanay.

Me entristeció mucho escuchar que vivíamos sin compañía. Pero tampoco me alegra saber que científicos de distinta opinión prometen que quizás, en diez años, empezaremos a conocer vida extraterrestre. Cada día me parezco más a mi abuelo. Por eso, mientras los poderosos de este mundo pasan más tiempo que nunca reunidos, sin ser capaces de acordar solución alguna a las catástrofes que a menudo han provocado ellos mismos, me he acordado de aquel chiste tan bueno: María, que tu marido se está acostando con todas tus vecinas... ¿Sí? ¡Ay, Dios mío, qué vergüenza! Ahora se van a enterar todas de lo que tengo en casa... Pues eso.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_