¡Viva el Estado!

El Consejo General del Poder Judicial, por poner un ejemplo, es una institución del Estado. Pero si se va la luz, el Consejo no puede funcionar, por lo que en buena lógica la red eléctrica debería ser otra institución del Estado. Es cierto que los jueces, como los particulares, pueden adquirir en la ferretería de la esquina, por equis euros, un generador doméstico. Pero las emanaciones de estos aparatos corrompen el ambiente y producen malos olores, que es lo que le falta a ese Consejo, como si no apestara ya sin ayuda de nadie. ¿Por qué entonces el Estado vendió la red eléctrica al mejor postor, que a su vez se la ha vendido a otros postores, de forma que ya no sabemos ni de quién es a ciencia cierta? Misterio.
Si la banca se va al carajo, nos vamos todos, incluido el Consejo de Ministros, a freír espárragos. A día de hoy, resulta imposible la pervivencia de un Estado sin banca (más aún que sin Ejército). Quiere decirse que ese negocio, o una parte sustancial del mismo, debería pertenecer al Estado. Hay más ejemplos, pero con estos dos basta. Cuando uno veía, durante el temporal sufrido recientemente en Cataluña, las torres de conducción de la energía eléctrica dobladas sobre sí mismas, como si estuvieran hechas de palillos de dientes, uno pensaba que era el Estado el que se encontraba por los suelos. De hecho, la gente sabe que lo que falló en esa situación no fue una empresa privada, sino el Estado, la suma de cuyas instituciones deben facilitar y permitir la vida en común. Del mismo modo que no se pueden subcontratar ni la policía ni los jueces ni el Senado o el Congreso, tampoco las infraestructuras fundamentales deberían estar en manos privadas. ¿Qué soberanía tiene un Estado al que pueden dejar a oscuras y sin calefacción desde fuera de sus fronteras? Ninguna. En fin, que a ver si hacemos algo.
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