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Columna
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Mi generación -y, de entre ella, mi gente- ha sido afortunada. Conocimos el franquismo cuando el jefe iba a misa bajo palio, los pobres en alpargatas al prestamista y las niñas bien de Barcelona a ponerse de largo en el Liceu, auspiciadas ellas por la tieta de quien, posiblemente, será ministro de Asuntos Exteriores cuando gane el Partido Popular en las próximas elecciones generales. Tuvimos arzobispos, obispos y cardenales, mazmorras y tricornios, guardias embistiendo a caballo, tranvías en huelga y tranvías en marcha, un puerto sucio -aclaro: soy de Barcelona, crecí aquí- pero virgen de delirios negociantes, y con el tiempo tuvimos hasta ministros vírgenes, del Opus Dei, naturalmente. Tuvimos barracas y casas baratas, y viviendas de protección oficial, y sindicatos verticales, y sindicatos caracoles escondidos en los sindicatos verticales. Tuvimos burdeles prohibidos y Ayuntamientos que eran un burdel. Tuvimos faldas anchas con enaguas tiesas por el almidón y las varillas, fajas y magreos en los cines, tuvimos comisarías y, por tener, tuvimos hasta primaveras.

Fuimos enanos infiltrados por la instalación de la democracia y participamos del estallido de este país a las libertades, de los contubernios y de los debates. Pasamos por el desencanto, por el desenchoche y también por el vómito. Los hemos visto irse, los hemos visto venir. Los hemos visto ponerse camisas de todos los colores, en lo que podríamos calificar de magnífico fondo de armario. Vimos corromperse a quienes apoyamos, y vimos -todavía peor- cómo se volvían tontos, inútiles y soberbios. Hemos asistido a los suicidios de la izquierda y al sanguijuelismo de la derecha. Nos damos ahora de bruces con el aprendizaje político de los jóvenes en sus ágoras. Y con el racismo que avanza. No ha estado nada mal. Disponemos de elementos de juicio. Los que estamos vivos y tenemos memoria seguimos aquí. No vayáis a olvidarlo.

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