El accidente
Escribo asomada a la orilla oriental del Mediterráneo. En el horizonte, peinan la zona los buques que intentan localizar los restos del avión Boeing 737, que estalló frente a Beirut hace pocos días. El mar aparece en calma, brillante bajo el sol, como si la tormenta que interrumpió la vida de 90 seres humanos nunca se hubiera producido.
Dentro de ese aparato viajaba gente de todas las confesiones e identidades que pueblan este pequeño país, Líbano, microcosmos que refleja las miserias y grandezas de este mundo. Murieron todos por igual, horriblemente, detenidos para siempre por la tragedia accidental, que no se muestra cicatera a la hora de sacudirnos. Las patrias y las religiones matan selectivamente, en pequeñas dosis o en arrebatos sangrientos de mayor fuste, pero el accidente aéreo que nos despertó con dolor hace unas mañanas detuvo con admirable equidad las esperanzas y los sinsabores de todos.
Los políticos se agitan, por una vez unidos, en torno a los familiares. Los curas de cada credo se apresuran a condolerse. Unos y otros deberían mostrar en todo momento semejante armonía igualitaria. No es así, no será así en cuanto se enfríen las emociones.
En ese avión viajaban libaneses que emigraban a África para gozar de mejores condiciones de trabajo que las que aquí se les ofrecen, y etíopes que en Beirut se ganan duramente el pan porque en su tierra carecen de salida. Viajaban cristianos coptos, griego-ortodoxos, maronitas. Viajaban, sobre todo, musulmanes chiíes de la ciudad sureña de Nabatiyeh. La mayoría ha sido engullida por este mar que hoy veo tranquilo, limpio, indiferente a la muerte y a la vida.
Bastaría con eso, saber que vamos a morir, e ignoramos cuándo, para que nos negáramos a hacerlo por idioteces: patrias, confesiones, rencores.
El mar, tan calmo. Pronto vendrán los habituales pescadores aficionados.
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