La bestia

Este es el último artículo que escribo hasta septiembre, y me van a permitir que haga un texto veraniego y relacionado con los desplazamientos de las vacaciones. Porque he descubierto que viajar mucho en avión me estropea el talante y arruina mi fe en la humanidad. Y la culpa es de la tecnología.
El otro día, en el aeropuerto de Buenos Aires, ya en la pista, la azafata dijo por los altavoces: "A partir de este momento no pueden hacer uso de sus celulares", y ese fue el instante que escogió mi compañera de asiento, una rubia despampanante, para sacar el móvil y ponerse a llamar y a intercambiar tonterías con alguien. Luego se pasó un buen rato descargando su correo. Apagó mientras despegábamos y cuando yo ya me estaba amoratando de la indignación.
Y no hace falta ser una rubia neumática para ser tan necia: es algo que he visto hacer a ejecutivos de elegantes canas o a rollizas madres de familia de modoso aspecto. Hablan cuando no se puede o siguen manipulando la pantalla incluso en mitad del despegue o del aterrizaje. Ya se sabe que los móviles se están convirtiendo en una droga y que la gente no soporta estar desconectada ni un segundo (hay estudios que lo demuestran). Pero, además, lo que evidencia esta insumisión telefónica es la insolidaridad de la gente, la falta de respeto al prójimo, la ignorancia mostrenca con que se desdeñan las normas cívicas, como si las leyes estuvieran hechas para los demás, nunca para nosotros, que somos tan listos. Es la bestia que nos habita, que asoma a poco que rascas. También mi propia bestia, desde luego, porque, cuando se ponen a hablar cuando no deben, veo rojo, echo chorros de humo por las narices y me lleno de odio y de violencia. Sobrevive intacto el energúmeno dentro de nosotros y este verano rabiaremos muchos.
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