El capitalismo

Mi cuñado propuso que brindáramos por la defunción del capitalismo, como suena, y por el regreso de Marx, que estaba al caer. Pero si el capitalismo ha muerto, dije yo, por qué Botín tiene tan buen aspecto. Me miró con un poco de lástima, como si yo fuera un pesado al que hubiera que explicarle todo siete veces, y me acusó de anticlerical anarcoide (siempre me llama anticlerical anarcoide, venga o no a cuento). Luego dijo que le pusiera otro gin tonic con menos hielo, para que no se le aguara. Cuando regresé con la bebida le pregunté por qué continuábamos comiendo sardinas si el capitalismo había muerto y dijo que porque eran buenas para el colesterol, como todo el pescado azul. Yo seguía sin verlo claro. El capitalismo había tropezado, de acuerdo, pero quienes se estaban dando de bruces contra el suelo éramos nosotros. De todos modos me callé, para no discutir. Al rato, y dado que me miraba de forma retadora, como invitándome a que continuara despejando mis dudas, le pregunté si aboliríamos por fin la propiedad privada (mi cuñado tiene un apartamento en Torrevieja, además del piso de Madrid), y me dijo que no, que evolucionaríamos hacia un modelo mixto de socialismo y economía de mercado, como los chinos. Entonces, por decir algo, dije que los chinos no tenían derechos humanos. Derechos humanos, derechos humanos, repitió él haciéndome burla, qué tendrá que ver la gimnasia con la magnesia, estamos hablando de economía, chaval, no de mariconadas, y esta ginebra es una mierda. La ginebra era normal, ni cara ni barata. Además, sólo la compraba por él, porque yo no bebo. En esto, entró mi mujer y preguntó de qué hablábamos. Del hundimiento del capital, dije yo, y de la abolición de la propiedad privada. Pues dejadlo para luego, dijo ella, y preparad la mesa, que está a punto de salir la primera tanda de sardinas.
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