La cultura

Leo en un titular de prensa: "La elección de San Sebastián genera estupor y sulfura a los políticos". Es lo bueno que tienen algunos titulares, que solo tienes que invertir el sentido para expresar lo que piensas. Las opiniones de los políticos, de algunos, en contra de la elección de Donostia como Capital Europea de la Cultura en 2016 me generan estupor e incluso me sulfuran. Hubo una competición entre candidaturas, en la que resultó elegida la ciudad vasca por un jurado independiente. A continuación, un extraño derbi de caballos que perdieron la cabeza. Es difícil designar al ganador. Uno no sabe si inclinarse por Rosa Aguilar, toda una ministra del Gobierno de España, de toda España, supongo, que calificó la decisión como un "magnífico error". O por el eurodiputado español y vasco, Carlos Iturgaiz, y su insidia de "si una ciudad gobernada por los amigos del terror (Bildu) puede ostentar el título de Capital Europea de la Cultura". También ha sido espectacular la bulla despechada de Belloch, alcalde de Zaragoza, otra ciudad candidata, al impugnar el "disparate" del jurado y pedir su revisión. Si este es el tono que marcan los personajes con responsabilidades institucionales, ¿cómo lamentarse luego de la turbamulta mediática del odio? Lo paradójico del caso es que la capitalidad que se disputaba era la de la cultura. Claro que la cultura, como nos recuerda también el episodio oscuro que se está viviendo en la SGAE, puede servir para abrir los ojos o cegarlos. En el pedamonte andino, un fraile muy culto ordenó cortarle las orejas a un indígena por "ser indócil al imperio de mi voz". Necesitamos solucionar los problemas auditivos y una revolución óptica. Lo que dijo el presidente del jurado, Manfred Gaulhofer, al asociar la capitalidad de San Sebastián con "un compromiso contra la violencia" no solo fue lo más razonable de todo lo dicho. También fue lo más culto.
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