_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Élites

Se ha celebrado hace poco en Cataluña el 75º aniversario del Institut-Escola, un proyecto pedagógico que, como tantos proyectos, nació con la República y murió con ella. En el Institut-Escola no había libros de texto, no se daban notas, no se imponían castigos. La disciplina y el rendimiento eran responsabilidad de cada alumno en particular y del compromiso de todos en el proyecto común.

Este recordatorio coincide, más o menos, con una medida pedagógica de la máxima trascendencia: la abolición del cero en las notas escolares. A partir de ahora, nadie podrá decir con vergüenza o con orgullo, según los casos, que le han puesto un rosco. Para fundamentar esta medida, dos razones específicas. Primera, nadie puede hacer algo tan rematadamente mal como para merecer un cero, que es, como el infinito, una abstracción. Segunda, el que recibe un cero se traumatiza, quizá de por vida. Con lo segundo no estoy de acuerdo: en mi incoherente currículo no faltan algunos ceros, y no estoy peor que otros que obtuvieron mejores calificaciones. Lo que sí traumatiza es un cuatro coma siete. Pensar que unas décimas separan el ser del no ser induce al crimen. En cambio contra el cero, como contra el destino, nadie la talla. En cuanto a merecerlo, cualquier profesor sabe que en ocasiones un cero es casi benévolo.

La razón profunda es más grave: huir de una educación competitiva que inevitablemente deriva en elitista: sobrevive el que vale; el que no, se va al fondo. Error conceptual, porque la educación no ha de ser elitista, pero su razón de ser es formar élites, en todos los campos y a diversos niveles, porque si no, las forman las armas, la religión o el dinero, y es peor. Y formar élites no se consigue poniendo un uno a unos niños que luego reciben palizas en los patios, drogas en el váter y toqueteos en la sacristía.

El Institut-Escola es un desiderátum, un ideal, pero no un modelo. En la práctica, es un experimento que sólo puede funcionar a muy pequeña escala, un restaurante con cuatro mesas. Tratar de universalizar este ideal en una sociedad compleja, inestable, peligrosa y dura, puede llevar, en el mejor de los casos, a nada, y en el peor, a utopías añejas, que en el juicio de la historia han merecido el consabido cero.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_