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Columna
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Del otro

Las universidades de verano hacen lo que pueden para seguir manteniendo el ritmo de participación, tanto de conferenciantes como de alumnos. Y una confusión mía, al aceptar una invitación, me ha deparado una de las sorpresas más agradables que he recibido últimamente. Resulta que no voy a hablar para periodistas ni para estudiantes de periodismo, como en principio creí. Y no es que me disguste hacerlo, siempre resulta agradable plantear entre colegas los acuciantes problemas del periodismo actual, debatirlos y sacudirlos. El error al que me refiero hizo que ayer mi charla se desarrollara no en la Facultad de Ciencias de la Información de Málaga, como creía, sino en la de Ciencias de la Educación. ¿Qué pinto yo ahí? Es una pregunta que pueden hacerse ustedes y que yo misma me hice. Pero la respuesta es sencilla: aprender, en vez de dar lecciones. Los educadores de esta facultad se propusieron afrontar un reto que resulta muy adecuado para los nuevos tiempos. Recuperar el espíritu participativo de las antiguas escuelas de verano. En un país como el nuestro, en el que un velo impenetrable parece dividir a los distintos colectivos y gremios que forman el tejido social, no me parece en absoluto baladí abrir espacios para que los educadores participen en otros mundos y, sobre todo, para que el encargado de ofrecer la charla se vea impelido a abandonar los tópicos y las labores más o menos de aliño para hacerse con conocimientos extras acerca del colectivo que, educada y educativamente, le escucha, le responde y polemiza. Si los cursos de verano se plantearan así en su totalidad, los participantes, de un lado u otro del escenario, acabaríamos por ser enviados especiales de las razones ajenas, picapedreros contra ese muro de desconocimiento que nos separa y nos convierte en insulares dentro de nuestra península.

Hoy me siento un poco menos asno que ayer.

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