Y si...

No se me ocurriría negar la gravedad de la crisis. Cinco millones de parados soportan la evidencia sobre sus espaldas en jornadas difíciles de sobrellevar sin trabajo. También ese porcentaje de jóvenes que terminada su formación no saben en qué demonios emplearla. O esas pequeñas empresas que se rinden y cierran. O aquellos trabajadores que por no llegar no llegan ni al mileurismo (aunque esta situación se daba antes de que la crisis fuera catalogada como tal y consistía en el mero aprovechamiento de muchas empresas de los llamados becarios). No, lo que se tiene ante los ojos no se niega. Fui incluso una de esas osadas voces que en una de estas columnas y en alguna mesa con colegas queridos se atrevió a decir que España estaba en crisis, lo cual no era fácil dado que hasta tus colegas queridos podían acusarte de catastrofismo, reaccionarismo o sacrilegio en aquellos tiempos en los que Zapatero gozaba de un componente sagrado. Algunos se lo veían. Yo no. Ni a él ni a ningún político. Permítanme que, si tuve un acierto (uno), lo airee.
Pero ahora me pregunto si el juicio que se está emitiendo sobre nuestro país es injusto y, aún más grave, peligroso. No sé si malintencionado. Leyendo cada día los implacables datos sobre la deuda española me pregunto si es cierto que estamos para el rescate. ¿Y si fuera precisamente esa amenaza continua la que intimidara a los inversores? ¿Y si ese miedo que a diario promueven analistas desde fuera y desde dentro provocara un excesivo retraimiento de lo que gasta el Estado, de lo que gastamos nosotros, de lo que gastan los empresarios? ¿Y si las permanentes consideraciones negativas sobre nuestra economía lograran que la profecía se autocumpliera? ¿Y si de tanto insistir en que el desastre sobrevuela nuestras cabezas acabamos provocando que al fin un día se nos venga encima y nos aplaste?
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