'En er mundo'

A mí también me conmueve el pasodoble En er mundo. Se me van los pies. Y si lo escucho cuando estoy lejos se me forma en la garganta el nudo de la añoranza, como en aquella copla en la que Concha Piquer, en Nueva York, una Nochebuena, preparó una cena para invitar a sus paisanos y al escuchar en un gramófono Suspiros de España rompió a llorar.
A mí también me gusta la iconografía taurina, los toreros de Goya y los toreros con cara de borrachos de Miguel Macaya. Soy capaz de apreciar la belleza de un cielo isidril iluminando los colores entre dramáticos y tópicos de la plaza. Admiro la figura de Juan Belmonte contada por Chaves Nogales como paradigma de un héroe de otro tiempo y puedo apreciar la prosa de pasamanería antigua de las crónicas taurinas. Lástima que tanto adorno encubra bellamente pero no evite el fin último de la fiesta: matar.
Estos días somos muchos (tal vez la mayoría) los que hemos sentido vergüenza al comprobar que si hay algo que al político le amedrenta es la voz del bruto: no se prohibirán en España las fiestas con sufrimiento animal. Al parecer, el PP encuentra que en ese sufrimiento se concentra nuestra esencia cultural y el PSOE prefiere no calentar a los bárbaros, aunque sean minoría. Todos ellos están, sin duda, prisioneros de los temibles orgullos locales. Pero hay una contradicción más profunda que planea sobre el asunto y en la que muchos detractores del toro de la Vega no querrían reconocerse: ¿cómo se distingue entre el sufrimiento popular y el artístico? ¿Cómo lo distingue la prensa para poder conjugar con tanta naturalidad una crónica denunciadora de la brutalidad con otra (ésta en Cultura) que ensalza la coreografía filosófica del toreo? ¿Cómo se mide la diferencia entre lo que sufre un animal linchado por todo un pueblo y lo que sufre a manos de un solo hombre sacado a hombros por el pueblo?
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