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Columna
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La familia

Lo de llamar Esperancita a la presidenta Aguirre, un diminutivo como de tontita, siempre me ha parecido una simpleza paternalista algo misógina. Yo creo que es una mujer inteligente y original, y también peligrosa y cada día más desagradable, porque encarna a la perfección aquello que más odio de los representantes públicos: el oportunismo, el sectarismo, el revanchismo, las ansias de poder más despampanantes. Desde luego, hoy la mayoría de los políticos son así, pero a ella se le nota más porque es tan feroz como eficaz. Ahora se ha subido al carro del enfrentamiento a toda prisa, una vez más, para declarar los toros Bien Cultural, y a mí se me encoge el corazón al verla actuar así. Y no sólo porque lamento que se fomente ese nivel de violencia typical Spanish de la cosa taurina, sino, sobre todo, porque revela un detestable manejo de lo político.

Y es que en España llevamos demasiado tiempo haciendo una gestión pública que se reduce a pisar los callos del enemigo. Los temas no se debaten en sí mismos, no se estudian a la luz del interés general (¿quién recuerda qué es eso?) y ni siquiera de la propia ideología. Lo único que importa es llevarle la contraria al oponente y meter palos en las ruedas de sus iniciativas, aunque puedan ser buenas para todos. Como la Ley de Dependencia: varias autonomías la están bombardeando, y precisamente Madrid está entre las peores. O como el asunto de la muerte digna, un tema difícil y gravísimo que deberíamos debatir entre todos: pero ya ven la guerra sucia que se montó en el hospital de Leganés (¡huy! Esperanza de nuevo). La cosa está tan mal, en fin, que hoy el sectarismo ya no es con el partido, sino con el grupito de poder personal, con la horda, la tribu. Con la familia en su sentido no sanguíneo, sino mafioso. Y como ejemplo ahí está otra vez Aguirre llamando hijo puta a su colega. Ya digo, esta mujer es un modelo.

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