Del fumar
Soy una ex fumadora tranquila. Si alguien me pregunta si me molesta que fume delante de mí, o en el salón de mi casa, le respondo que no, y espero de su buen sentido que no me atufe insistentemente la vivienda ni el ropero, que comprenda que no finjo la tos que me entra en seguida e imagine que me pasaré la noche tosiendo. No añoro el cigarrillo, de modo que ver fumar no me tienta. Pero respeto el derecho de cada cual a su espacio -odio la palabra "cubículo"-, a hacer lo que quiera mientras no perjudique a los no fumadores.
Legislar eso está bien: pero no más. Me parece razonable no ser fanático: "¡En mi casa no se fuma!". Pues no. En mi casa no se asesina ni se roba ni se tortura ni se pega ni se calumnia y, a ser posible, no se miente. Si alguien quiere fumar, fuma. Sin prender un pito con la colilla del otro, claro.
¿Llegará un día en que tendré que ir a declarar a comisaría porque en mi comedor han hallado refugio algunos indeseables que pretendían prolongar el placer de la comida y la compañía encendiendo un cigarrillo? Llegará un día, me temo.
No son apestados. Y no son equivocados con derecho a redención. No estoy en contra de las leyes que prohíben con eficacia la pena de muerte, por ejemplo, pero sí me opongo a la oleada de buenapensancia que nos cubre hasta por encima del cuello. Un bien pensar que no se extiende, por ejemplo, a prohibirle a Díaz Ferrán que contamine con su ejemplo a los empresarios.
Habría que intentar convivir. Pues si lo hacemos con las fábricas de tabaco y los bufetes de abogados que las apoyan, y con los vendedores de cajetillas, y con los beneficiados por los impuestos que generan los fumadores, no sé por qué no tenemos que ser amables con sus víctimas, los fumadores mismos.
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